Estás
a punto de cenar y, de repente, tienes que dejar todo donde está y salir
volando al hospital. Sangre. Pánico. Pero no hay dolor. Es extraño.
Se
te pasan mil cosas por la cabeza, ¿irá a más? ¿sólo es un susto? Mierda, el semáforo
están en rojo!
Llegas.
Te mandan a la sala de espera. A desesperar. Ves a otra chica que se está
poniendo de parto. Ella ya está en la parte final. Te llaman. Te miden la tensión,
te hacen preguntas y otra vez a esperar.
La
mente es peligrosa y si la dejas, puede ser un monstruo. No quieres toser, no
quieres moverte. Una idea toma forma en tu cabeza. Cristalina. Que me pase lo
que sea, pero que ella esté bien.
Vuelves
a oir tu nombre. Entras. Te tumbas. Te miran, te exploran, ecografía. Oyes su
corazón como el galope desbocado de los caballos. Suena bien. Te dicen, ella
está bien, latido normal y no para de moverse. Es verdad, la notas dejando
claro que está ahí dentro. Parece que todo está bien. Te mandan reposo y
vigilarte. Nada de trabajar si manchas.
Para
casa. Intentas relajarte. Te tumbas, sin hablar, sin moverte y poniéndote las
manos en la tripa, como si así consiguieras que se quede ahí. Que no se vaya.
“Quédate
donde estás, pequeña”